A pesar del ahogo impuesto por la llamada Ley Montoro, el municipalismo demostró una incontestada solvencia y responsabilidad en materia de gestión. Mayor, sin dudas, que la del Estado o la de las propias autonomías
La rebelión municipalista que ha puesto en pie a centenares de ciudades y pequeños pueblos contra el Ministerio de Hacienda no es un capricho súbito. Expresa agravios que vienen de lejos y que el contexto de emergencia sanitaria, social y económica está convirtiendo en indignación. Las razones no son difíciles de entender. Es incomprensible que en una crisis que amenaza con empeorar, las instituciones más cercanas a la ciudadanía no cuenten con recursos suficientes para hacerle frente. Y menos que sean sistemáticamente desoídas o tratadas como menores de edad. No solo por la prepotencia que una actitud institucional de este tipo trasluce, sino porque deja entrever una idea demasiado pobre de la propia democracia.
Más de 40 años después de la transición, la financiación de los gobiernos locales es similar a la del tardofranquismo. De hecho, los avances sociales y económicos que se produjeron en el mundo municipal no se hicieron gracias a ese marco, sino a pesar suyo, con un enorme esfuerzo vecinal y de alcaldías en muchos casos asfixiadas. Todo esto empeoró tras la crisis de 2008. Primero, con la reforma del artículo 135 de la Constitución, que obligaba, también a los gobiernos locales, a priorizar el pago de la deuda sobre otras necesidades sociales. Luego, con la infausta Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012, aprobada por el rodillo del PP aprovechando su mayoría absoluta y el apoyo de CiU, que impedía a los ayuntamientos disponer de sus ahorros y dedicarlos a inversiones prioritarias.
A pesar del ahogo impuesto por la llamada Ley Montoro, el municipalismo demostró una incontestada solvencia y responsabilidad en materia de gestión. Mayor, sin dudas, que la del Estado central o la de las propias Comunidades Autónomas. Al estallar la pandemia, esto fue reconocido por la propia ciudadanía, que en todas las encuestas premió a los ayuntamientos por su seriedad y sus esfuerzos a la hora de atender las necesidades ciudadanas.
Por eso, precisamente, cuando la Comisión Europea anunció que la emergencia sanitaria, socio-ambiental y económica obligaba a inyectar recursos y a levantar las restricciones draconianas sobre el gasto público impuestas en la crisis anterior, lo lógico era pensar que los ayuntamientos podrían, por fin, disponer de sus ahorros y contar con herramientas adecuadas para afrontar esta nueva crisis dentro de la crisis.
Este ha sido el criterio utilizado en Alemania y otros países europeos. Pero no en España. Incomprensiblemente, la prioridad del Ministerio de Hacienda no ha sido levantar el cepo establecido por la Ley de Estabilidad del PP, sino utilizarlo, una vez más, para drenar recursos municipales al propio Estado central.
La filosofía de fondo es tan inaceptable, tan poco respetuosa con el municipalismo, que todas las negociaciones dirigidas a mitigarla están acabando en fracaso y poniendo en evidencia al propio Ministerio de Hacienda. Primero, porque el Estado central ya dispone hoy de un margen amplio para obtener esos recursos en condiciones favorables en los mercados internacionales, con el respaldo del Banco Central Europeo. Segundo, y más importante, porque supone un desconocimiento flagrante de la autonomía local y de la suficiencia financiera municipal consagradas por la propia Constitución en los artículos 140 y 142.
La insistencia obcecada de Hacienda en que los ayuntamientos “presten” sus ahorros al Estado central para que este se los “devuelva” progresivamente hasta en 15 años se está revelando como un error sin paliativos. De entrada, ya se ha cobrado la credibilidad del presidente socialista de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), Abel Caballero, que acabó desdiciéndose de su discurso a favor de la autonomía en la Comisión de Reconstrucción del Congreso para forzar una votación que ha dividido como nunca antes al mundo local. Pero sobre todo, ha generado una coalición contraria a la iniciativa tan amplia, que las posibilidades de que el Decreto Ley aprobado por el Consejo de Ministros el 3 de agosto sea convalidado parlamentariamente son ahora mismo ínfimas.
Lo único que podría evitar este naufragio es un cambio radical de actitud por parte de Hacienda. Esto supondría, ante todo, aceptar de una vez que los ayuntamientos son mayores de edad y tienen derecho a disponer de recursos propios, estatales y europeos, para atender las necesidades vecinales. A partir de aquí, establecer compromisos de financiación concretos y calendarizados, y no simples promesas vagas, que conviertan a las corporaciones locales en un dique de contención efectivo para la emergencia social que se avecina. Y sobre todo, escuchar. Escuchar y mostrar respeto por el municipalismo, que es algo que se echa en falta desde hace demasiado tiempo.
Fuente: eldiario.es / Artículo de opinión de Gerardo Pisarello y Carlos Sánchez Mato