Viene de una familia que se dedicó a recoger pinocha del monte, un oficio tradicional desaparecido en las últimas décadas
Un día Flora fue a buscar a sus nietos al colegio Plus Ultra y se encontró a pocos metros con una escultura que rendía homenaje las pinocheras. Leyó el cartel que la acompañaba y le explicó a los pequeños que todo lo que se recogía en el texto lo había pasado ella.
Desde ese momento, nunca pensó que ese trabajo que desempeñó desde niña, obligada por las circunstancias para ayudar al sustento familiar y del que nunca renegó, sino todo lo contrario, le traería tantas alegrías este último mes.
“Si Jesús viera hoy que me voy a una entrevista para el periódico me diría: ‘Para todo te prestas, que liviana andas”, comenta riendo. Se refiere a su esposo, fallecido hace cuatro años, a quien recuerda a cada momento. Siempre le decía que “comprometía a todo el mundo” con sus cosas, pero lo cierto es que él “nunca se negaba” cuando ella le pedía algo.
Lo dice porque le gusta ayudar a preservar la tradición, que las nuevas generaciones conozcan “lo duro que fue trabajar en el monte”, en una época de penurias y necesidades, aunque en su caso, no pasó hambre porque su padre tenía terrenos y era agricultor.
La semana pasada le solicitaron desde el Ayuntamiento que participara y diera su testimonio en la inauguración de la citada escultura, obra del artista Jesús Pérez. No lo dudó. “Guardo un buen recuerdo y no me molesta decirlo. Yo no me avergüenzo de nada, todo lo contrario, digo con orgullo que he sido pinochera”.
Es una de las más jóvenes que quedan en La Guancha. El resto son mayores, dado que este oficio tradicional desapareció hace varias décadas, cuando el modelo socioecónomico comenzó a cambiar y la población buscó una mayor estabilidad laboral dado que en el monte “no había seguridad social ni nada. Había que pegar el sello en la sindical para tener tu seguro”, recuerda.
Florentina Mesa Rodríguez viene una familia de pinocheros. Es la segunda de seis hermanos que acompañaban a su padre al monte desde la madrugada a buscar las hojas secas que caen del pino y que cubren los suelos de los pinares y que antaño se usaban como cama para el ganado, embalaje para proteger el transporte de los plátanos, tomates u otros vegetales, y como abono en las fincas agrícolas. Incluso, durante mucho tiempo sirvió como relleno de colchones.
Se levantaban a las cinco de la mañana y “¿a qué no sabes lo que desayunábamos?”, me reta. “Mi padre ordeñaba la cabra y nos daba la leche cruda con gofio. ¿Hoy en día quien le da leche cruda a un niño?, Nadie”, se responde. “Los cuerpos no la aguantan porque es muy pesada y sale calentita”. Ella tomó “y mucha”, repite.
Era su rutina de los fines de semana y de las vacaciones porque de lunes a viernes iba al colegio. En su caso, terminó sexto grado y ahora es Enma, una de sus nietas, quien le da las indicaciones cuando lee. A Flora le encanta y lo cuenta orgullosa.
Llevaban en el saco lo que tenían de comida en su casa porque pasaban muchas horas en el monte y había que aprovechar si hacía buen tiempo. Un día de mucho calor no podían ir “porque la pinocha estaba muy picona” y si llovía, tenían que marcharse. Cuando hacía mucho frío, “los chicos lloraban porque se le dormían las manos de la escarcha, hasta que encendían el fuego”.
Era un trabajo muy duro y poco rentable “pero lo hacíamos porque no quedaba otro remedio”, sostiene resignada. Aún así, lo veían como una diversión. “La gente siempre estaba cantando, tenía hambre pero cantaba siempre y estábamos contentos. ¿Ahora ves a alguien cantando en el monte?”, dice. Y acto seguido, argumenta que “antes la gente era más feliz, porque cuando iba a segar trigo o a recoger papas también cantaba”.
Ella empezó con 10 años y permaneció hasta pasados los 14, edad en la que se fue a trabajar a un empaquetado de plátanos que había en el municipio vecino de San Juan de la Rambla, al que iba caminando todas las mañanas, “y todo por ochenta pesetas”. Cuando tuvo su “dinerito”, se lo daba a su madre y guardaba siempre un poco “porque mi padre nos metió en la cabeza que había que ahorrar para tener alguito y no tener que pedir”. Ella le inculcó lo mismo a sus cuatro hijos, María Verónica, Jesús Manuel, Bruno y Teresa. Allí estuvo hasta los 21 años, edad en la que se casó y ya se dedicó a ellos en su mayor parte.
Aún así, seguía recogiendo pinocha para su casa, porque siempre tuvo terrenos que cultivar. “Seguía y sigo yendo al monte”, sentencia.
Ahora, cuando sube y ve la cantidad de pinocha que hay, se agarra las manos a la cabeza. “Cuando yo me crié casi no había, porque nos dedicábamos al monte un montón de familias, sobre todo de Icod El Alto, en Los Realejos. Hay tanta que te dan ganas de revolcarte y de tirarte encima, algo que de pequeña no podía hacer”, bromea.
Flora iba a al conocido como ‘monte El Rey’, “que era subastado. No te podías meter en uno privado. O quizás lo hacías y tenías la suerte de que no te veían y no pasaba nada”. Ella prefería no arriesgarse.
“Es un trabajo para el que hay que tener fuerza aunque cada uno cargaba lo que podía”. En su caso, con 14 años ya llevaba entre 40 y 50 kilos. “Y al hombro” -matiza- “no arriba de la cabeza”. Lo mismo hacía con las piñas de plátanos “porque con las manillas molesta mucho”.
No se daba cuenta si le dolía o no el cuerpo porque era siempre el mismo trabajo y ya estaba acostumbrada.
Lamenta que en la actualidad no se recoja pinocha “pese al riesgo que supone que esté ahí acumulada, porque puede provocar muchos incendios”, como el último que vivió y que la obligó a marcharse de su casa, ubicada en la zona de El Farrobo, en la parte alta del pueblo, “donde el fuego era terrible”.
A ello se suma que es necesario una autorización para poder hacerlo, “porque si te encuentra el Seprona o los guardas forestales, te multan. Le pasó a uno de mis hermanos”, certifica.
Conoce las veredas a la perfección porque las caminó desde que era pequeña. “Me encanta ir”, confiesa, y por eso se presta a colaborar “en lo que sea” para contar cómo era la vida antes. Un día la llamaron del colegio de sus nietos, en el que también trabajó, para que armara los hacitos de pinocha con motivo del Día de Canarias. “El del hombre lleva dos sogas, y el de la mujer, una sola”, explica. “Nunca digo ‘no’ a nada, y menos cuando se trata de conservar nuestras tradiciones. Hoy los niños casi no saben lo que es el monte y es una pena”, se lamenta.
Fuente: Diario de Avisos (Gabriela Gulesserian). Fotografías de Flora Mesa realizadas por Sergio Méndez