Doctor Alejandro de Vera Hernández. Conservador de Biología Marina del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife
El conocimiento científico, basado en la aplicación de una minuciosa metodología de observación y experimentación, se considera un recurso que ofrece a la humanidad la oportunidad más adecuada para la comprensión e interpretación de la naturaleza que le rodea. El avance de la ciencia solo se puede explicar mediante la trasmisión de ese conocimiento a lo largo de generaciones de diferentes grupos de investigación, y para ello, los procedimientos utilizados conllevan el manejo de una gran cantidad de bibliografía especializada de referencia. Generalmente, las publicaciones de consulta se archivan y catalogan haciendo referencia al apellido de la persona que redacta el artículo y al año en que se publicó.
Al poco tiempo de comenzar mi carrera de investigación biológica en el maravilloso, pero en gran medida, desconocido mundo de la planctología -ciencia que estudia a esos seres generalmente diminutos que se dejan arrastrar por las corrientes marinas-, tuve que consultar algunos trabajos relevantes sobre un pequeño caracol marino para asegurarme de su correcta identificación. En un minucioso trabajo del año 1920, escrito por alguien de apellido Bonnevie, se describía con detalle la característica más definitoria que me sacó de dudas inmediatamente, haciendo posible determinar mi ejemplar como primer registro de esa especie para la zona donde fue recolectada.
Días después recordaba los pequeños detalles tan bien descritos en aquella publicación algo arcaica, e imaginaba al señor Bonnevie, a comienzos del siglo XX, con bata blanca y quizás barba y bigote frondoso, analizando a la lupa en su laboratorio estos minúsculos animales mientras tomaba las notas que iban a formar parte de su futuro trabajo, aquel que yo estaba consultando en ese momento.
Años más tarde, mi sorpresa fue mayúscula cuando me enteré que el tal «señor» Bonnevie, cuya figura mi mente había moldeado, era en realidad Kristine Elisabeth Heuch Bonnevie (1872-1948), gran bióloga noruega, primera mujer catedrática en su país (Universidad de Oslo), especialista en zoología, genética y embriología, e impulsora durante toda su vida, mediante congresos y asociaciones feministas, de los intereses de las mujeres científicas de la época.
Valga esta anécdota como ejemplo del gran sesgo cognitivo de género que tenemos la mayoría de investigadores e investigadoras en la actualidad. Generalmente, la imagen del «gran científico clásico» está caracterizada siempre por la presencia de un intelectual masculino, bien como curtido explorador naturalista, o bien como meticuloso habitante de laboratorio entre tubos de ensayo, placas de Petri o probetas.
Fue precisamente a raíz de este episodio cuando comencé a interesarme por el papel de la mujer y la influencia del pensamiento femenino en la ciencia oceanográfica, por tratarse de mi campo de estudio. Con este interés creciendo en mi interior, indagué un poco en el pasado, y así conocí la historia de mujeres pioneras como Jeanne Baret, expedicionaria francesa del siglo XVIII que tuvo que realizar sus viajes alrededor del mundo disfrazada de hombre, pues la marina francesa tenía prohibido a las mujeres embarcar en sus buques; o la de Mary Anning, inglesa considerada como «madre de la paleontología» y que la mayoría de científicos de su época denostaron hasta el extremo al no incluirla como autora en las publicaciones que editaban y que contenían muchos de sus descubrimientos; o la de Maude Jane Delap, medusóloga irlandesa que en 1906 rechazó un puesto como investigadora de la Estación Biológica Marina de Plymouth porque su padre se negó a que su hija se independizara sin previamente contraer matrimonio; o la de Katsuko Saruhashi, geoquímica japonesa que fue la primera persona en medir de forma precisa la concentración de CO2 en el agua de mar y la radiactividad en los océanos fruto de las pruebas atómicas realizadas a mediados del siglo XX; o la de Mary Sears, zoóloga norteamericana conocida como la «madre de la oceanografía moderna» y que además fue teniente de la Reserva Naval de los EEUU en 1943; o la de la gallega Ángeles Alvariño, bióloga española que fue la primera científica investigadora del Instituto Español de Oceanografía y primera mujer en embarcar en un buque oceanográfico británico, desarrollando posteriormente gran parte de su carrera en el prestigioso Instituto Oceanográfico Woods Hole de Massachussets; o la de Mary Tharp, geóloga estadounidense que, debido a su condición de mujer, no pudo embarcar durante su desarrollo profesional y desde su oficina cartografió por primera vez en 1977 los fondos marinos de todo el océano Atlántico.
Desde 2016 y gracias a una iniciativa de la UNESCO, cada 11 de febrero se celebra el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Seis años después, esta reivindicación sigue siendo tristemente necesaria. Según el informe «Mujeres Investigadoras 2020» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en los últimos años «la evolución de la carrera científica de mujeres y hombres en el CSIC se ha modificado de modo preocupante». Además de detectarse una disminución en el número de mujeres contratadas para realizar un doctorado, al existir un menor índice de promoción laboral femenina, la permanencia en la misma escala profesional se traduce en una menor retribución económica en relación a los hombres.
Aunque no todo son malas noticias. Como indicadores esperanzadores, el índice del techo de cristal continúa bajando como en años anteriores, situándose por debajo de muchas instituciones españolas e incluso europeas. También se ha producido un importante incremento del porcentaje femenino en los puestos de alta dirección, estando ocupados por mujeres en una mayor proporción que en hombres.
En la actualidad, si nos adentramos en las grandes extensiones marinas podemos comprobar que en el océano no existe techo, ni en el agua se forman cristales invisibles, pero sí parece existir una barrera en la superficie del mar que impide que las mujeres se puedan sumergir de lleno hasta las profundidades del conocimiento científico oceanográfico, lugar en el que todavía el hombre parece tener preferencia.
Oceanógrafas, las mujeres que cartografiaron el mar y midieron radiactividad